Uno sabe algo de hostelería. De la auténtica, la tradicional, la que creó escuela y marcó época. Y de la que cada día va quedando menos en cuanto a profesionalidad y servicios se refiere. Por eso me encantó el otro día la estancia durante unas horas en el hotel The Westin de Valencia. Un recinto señorial, como corresponde a la arquitectura del edificio, unas instalaciones con empaque y un jardín delicioso son razones de peso para sentirse muy a gusto en su entorno. Si a ello añadimos la dotación de un personal tan atento como solícito ante la menor indicación tenemos motivos más que sobrados para mostrarnos encantados y dispuestos a repetir la visita.
Por motivos familiares fui asiduo del Westin en otro tiempo. Volví a reencontrarme con el hotel con motivo de EXPOJOC. Y la verdad es que no esperaba tropezarme de buenas a primeras con una hotelería tan bien trabajada, tan pendiente del detalle, tan cuidadosa en las formas y el trato. He viajado bastante por cuestión de trabajo y siempre lo que más he puesto en valor al llegar a un hotel ha sido la actitud de sus profesionales. Más que el lujo, los complementos y las innovaciones tecnológicas lo que he agradecido ha sido el calor humano, la buena disposición a la hora de transmitir al cliente la sensación de que está en su propia casa. Un factor que el gigantismo hotelero ha ido sepultando de manera progresiva.
Me congratula enormemente que existan sitios como el Westin, hoteles que mantienen en lo alto la regla de oro hotelera que no es otra que conferir temperatura humana a su personal y servicios que es hoy, visto lo que hay, algo muy difícil de lograr. En el caso del Westin se alcanza ésa meta soñada y entonces uno se siente estupendo y brinda por ello. Con champagne del fetén. Faltaría más.
