Entro en el bar de toda la vida. El de la esquina de mí barrio cuyas riendas llevan Pepe y Luisa, él siempre solícito y de atención espontánea y ella con un talento natural para hacer una tortilla de patata y cebolla primorosa. Hablo del local familiar que inicia el día con el café con leche y la tostada y que marca su hora cenital en la cita del aperitivo, sobre todo los fines de semana, cuando el vermú sabe a gloria bendita y la barra del local, con sus boquerones en vinagre, ensaladilla rusa y habas picantes, se convierte en una cátedra improvisada donde se dan lecciones futboleras magistrales y la política es motivo de comentario, crítica y chacota. El bar de mi calle, de mis vivencias y recuerdos es un universo familiar donde nadie es desconocido y todo el ambiente respira calidez, armonía doméstica y buen rollo. Y Pepe y Luisa, hosteleros de raza que llevan la profesión en las venas, conociendo de antemano las apetencias de la clientela.
En mi última visita al bar caí en la cuenta de que las dos máquinas instaladas que llevaban allí la tira de tiempo se habían convertido en una sola. Quedaba un hueco muy visible en el local que se dejaba sentir. Un espacio antes ocupado que imprimía sensación de vida con su músiquilla e invitaba al entretenimiento, al empleo del euro que sobraba del carajillo para ver si sonaba la flauta de la fortuna, modesta y destinada a satisfacer algún capricho.
Pepe me confiesa que sólo tiene una máquina porque el juego no daba para dos. Que otros compadres han hecho lo mismo pues las cuentas no salen y hay que tomar decisiones. Es la triste canción que se escucha y que hace que muchos bares, de los de toda la vida, vean crecer sus dificultades para el mantenimiento de sus negocios. Para los que la máquina era un respiro económico que una competencia externa que invade sus espacios está exterminando de manera progresiva. Con la complicidad de unas tasas abusivas fuera de la realidad. Que triste imagen la de muchos bares hoy.
