No me apetece nada volver a la rutina cotidiana. No aguanto la tensión de la ciudad, su fragor, los suelos invadidos por vehículos y personas. La edad avanzada me ha ido trasformando y he pasado de amigo de lo urbano al apego a la tranquilidad del pueblo pequeño incrustado entre bosques y serenidad apenas turbada por el rumor del viento y los cantos de los pájaros. Nada hay tan valioso y reconfortante como ver amanecer entre un silencio roto por el kirikí de un gallo y el sonido del riego que hace florecer los jardines. Entonces uno se siente en paz consigo mismo y contempla el discurrir del tiempo desde una óptica sosegada, sin presiones, disfrutando del encanto de lo mínimo que se materializa paseando a través de una arboleda que nos ayuda a comprender lo barato que resulta ser feliz cuando entras en contacto con una naturaleza que te ensancha el pensamiento y te ayuda a saborear la belleza de lo fugitivo que permanece y dura.
La ciudad no es para mí. Lo aseguraba el gran Paco Martínez Soria desde su perspectiva de hombre pegado al terruño para el que la urbe resultaba incomprensible desde su vertiente despersonalizada e insolidaria, desprovista de ésa calidez humana que se respira entre las gentes del campo, de ése sentido de la proximidad que acerca a las personas y contribuye a la unión de los corazones.
No acierto por el momento a la predicción de fijar cuando tiempo seguiré al pié del cañón. Hilvanando el artículo diario y atento a los aconteceres del momento. Pero no me corto al confesar que ganas me van quedando cada vez menos. No soporto actitudes nada proclives al razonamiento o la argumentación. Ni gestos inadecuados, ni ausencia de la regla de cortesía cada vez más notoria en el capítulo de las relaciones humanas. En cuanto al sector, ha ido cam- biando y dejando paso a nuevas generaciones con las que no tengo excesivo contacto. En vista de todo lo cual el cuerpo me pide, cada vez con mayor vehemencia, el retiro que nos hemos ganado quienes, desde muy temprana edad, conocimos el trabajo duro y la multiplicación de esfuerzos. El pago a tanto sacrificio puede estar el sentarte en el banco del pueblo para ver pasar la vida con lentitud mientras el sol dora los huertos y pone una pátina de oro sobre el paisaje cuajado de montañas. Poesía con alma.