La palabra hogar alcanza su mayor significado, su humanidad más acentuada en los días navideños. La lumbre del fogón ilumina las casas y los corazones y nos arropa a todos bajo el manto de la unidad, de la alegría compartida que nos aproxima un poco más a los nuestros, a los que tenemos cerca y a los que vienen de lejos. Existe en éstas jornadas una voluntad de estrechar lazos familiares, de felicitar y perdonar, de hacer del olvido una regla de oro y remitirse a un presente donde los afectos traten de salvar barreras y sortear reveses que nos han distanciado de los nuestros. Son éstas unas jornadas que intentan hacer de la paz un símbolo de convivencia, de armonía doméstica, de entereza familiar que no siempre, ni mucho menos, se alcanza a pesar de la magia que se desprende de éstas fechas, que no es otra que celebrar la ocasión más grande que vieron los siglos en el escenario insólito de un humilde pesebre.
Un pesebre que simboliza, como ningún otro pasaje bíblico, la esencia de la familia, el común denominador sobre la que gira y la razón suprema de su ser y sentir. Los padres, el hijo, ahí nace el núcleo que agrupa a un conjunto de seres que van reproduciéndose y configurando lo que conocemos por familia. Que hace de la cita navideña una ocasión propicia para acercarnos un poco más a los seres queridos, si es que en verdad tenemos voluntad de que ésa proximidad afectiva sea tan intensa como sincera, cosa que no siempre ocurre.
La Navidad es tradición cristiana que hay que mantener. Lo malo es que en más ocasiones de las debidas se rinde tributo a ella sin aportar lo más necesario, lo más auténtico: sentir en lo más íntimo las fechas con la promesa de hacer hogar de verdad, de robustecer con sólidos lazos al clan al que perteneces, de desterrar diferencias y abrazarte al vínculo de la generosidad y al amor verdadero, el que nos hace mejores y más personas. El que impregna el ambiente del hogar de ése calor humanísimo que debe perdurar éstos días y siempre. Y que por desgracia muy pocas veces se cumple. No obstante, las mayores venturas para todo el mundo. El de buena, y porque no, también el de mala voluntad. Que nunca falta.