Estamos en tiempo de adviento. Fechas marcadas por el sentido religioso donde unos rinden culto a su fe cristiana y otros abjuran de cualquier creencia pero se suman a la fiesta colectiva. Días en los que manda la tradición y se imponen las costumbres heredadas de nuestros antepasados hasta para los más agnósticos. Abrimos las puertas a las jornadas en las que la lumbre del hogar impregna de calor los corazones de las familias y las hace más cercanas, más propicias a la comprensión y el afecto, más proclives a reforzar los vínculos que tratan de unir lo que está separado. Son días inundados de compromisos domésticos, que en ocasiones no terminan lo bien que debieran, y en los que se llenan los estómagos y se formulan promesas que unas veces se cumplen y otras se esfuman entre las doradas burbujas del champagne.
En la semana grande del nacimiento del Niño siguen haciéndose visibles las figuras del belén de nuestra infancia, con sus ovejas al borde del río de papel de plata y las estrellas con colores de purpurina. No faltan quienes se han esforzado por difuminar ésas estampas que datan de nuestros progenitores y ellos de los suyos para hacer de papá Noel el santo y seña de a celebración. Pienso que siguen siendo mayoría las gentes que se aferran a la evocación del portal como símbolo supremo del sentido cristiano de la vida, del amor fraterno, de la unidad familiar.
La Navidad es una conmemoración única y no por repetida en sus costumbres y tradiciones menos sentida. Nos devuelve a la edad de la infancia, a la invocación de los seres que se fueron, a la búsqueda del tiempo perdido y al camino que nos queda por recorrer que en ocasiones nos lleva a la estación término. Nos guste más o menos es obligado compartir la efusividad que establece el calendario, repartir abrazos, tragarse reproches, enmendar actitudes y alejar resentimientos. Y hacer de éstos días un homenaje sincero y sentido a la alegría de vivir y compartir, de estar y sentir, de pedir salud y fuerza aunque quede poca, y de entonar, aunque sea a media voz, los sones de los villancicos inocentes que nos abrigaron cuando éramos unos críos.
Es la arribada del acontecimiento más grande que vieron los siglos y que se materializa en dos palabras: sencillez y humildad. No estaría de más que las hiciéramos nuestras muchos de nosotros. Y que lo celebren en paz consigo mismo y con los que les rodean. Tiempo feliz de adviento. Que así sea.