En nuestro país tenemos un extenso plantel de tertulianos. Que hacen de las televisiones y las emisoras de radio escenario de sus actuaciones. Algunos van de auténticas estrellas exhibiendo sus florilegios verbales, sus grandísimos conocimientos sobre todo tipo de temas. Lo mismo analizan la realidad política nacional, que pasan a las páginas sociales, abordan los asuntos del cotilleo, diseccionan la economía o hablan con autoridad sobre los efectos de una catástrofe.
Es para sentirnos orgullosos. En España contamos con una pléyade de tertulianos, muchos de los cuales son capaces de deslumbrarnos con sus saberes enciclopédicos. Ponles la cuestión que sea sobre la mesa que de inmediato realizarán una disertación prolija sea cual fuere el tema objeto de debate. No se cortan un pelo cuando se trata de disertar ni se arredran lo más mínimo por complejo que sea el capítulo de la actualidad. Son líderes de opinión, voceros ufanos de lo que se cuece cada día que analizan con tanta osadía como falta de rigor en muchas ocasiones.
Algunos de estos sabelotodos difunden sin empacho informaciones dudosas, esparcen en la opinión pública noticias interesadas, se inventan exclusivas surgidas de su imaginación calenturienta y cometen más de una tropelía periodística pero al final de la historia no suele pasar nada. Ni se producen enmiendas, ni se piden disculpas, ni se exigen responsabilidades. Y los tipos continúan impertérritos con sus salmodias, sus afanes de notoriedad y su engreimiento que no decae ni en las circunstancias más adversas.
Debemos felicitarnos por poder disfrutar de las lecciones que a diario nos brindan un puñado de tertulianos, entre los que hay excepciones, que se caracterizan por su gran amplitud de saberes. Por su autoridad para opinar de todo lo divino y humano. Por su carencia de escrúpulos para vestir un traje que les viene largo de lejos. Pero ahí están: los chavalotes y chavalotas. Frescos como pimpollos. Y muy ufanos de sus grandes sapiencias.
