Cada vez que se publica una encuesta que valora la gestión de los principales líderes políticos sale idéntico resultado: nadie llega ni siquiera al aprobado. Las figuras que nos gobiernan o ejercen la oposición salen cateados sin excepción, sin que ninguno de ellos se salve de la quema. Una parte importante y representativa de la opinión pública no confía en sus políticos, no les adjudica méritos y por ello los suspenden en el cometido de sus responsabilidades. Triste realidad que suele repetirse machaconamente.
Contrasta ésta escasa fe en los políticos que se desprende del criterio de un sector notable de la ciudadanía con el entusiasmo que provocan ésos líderes entre sus afiliados o simpatizantes. Es asomarse a cualquier mitin protagonizado por las principales figuras políticas de la España de hoy, principalmente el jefe del gobierno y el de la oposición, y comprobar como el personal se rompe literalmente las manos aplaudiendo sin importarle demasiado el discurso que está oyendo o el mensaje que le están endilgando. Aquí de lo que se trata es de expresar entusiasmo a rabiar ante el líder, jaleándolo, piropeándolo y haciendo palmas durante el tiempo que haga falta para mostrar su pleitesía hacia el personaje.
No quiero ni pensar que acontecería si éstos líderes, o en todo caso presuntos, alcanzaran un nivel de notable o sobresaliente entre los españolitos llamados a consulta o encueste. Supongo que estallaría el delirio colectivo, las manos se multiplicarían echando humo y los vítores harían enroquecer las gargantas todas ellas presas de un nudo emocional.
Eso podría ser así o quizás no. A lo mejor resulta que los españolitos se sienten más atraídos y prendados por políticos tirando a mediocres, con los que empatizan y mantienen un idilio fervoroso, que con tipos muy bien equipados intelectualmente que llegan a la meta del sobresaliente sin apenas despeinarse. Igual es así y nos va la marcha, vaya usted a saber.