Dios está en el detalle. Porque es señal de buena crianza, de convivencia amable y llevadera, de ver la vida bajo el prisma del respeto que la hace más limpia y alegre. Sin el detalle, sin la cortesía que ennoblece al que la práctica y al que es objeto de ella, la existencia se torna hosca y muestra su cara más fría y menos amable. Lamentablemente la sociedad en que estamos inmersos no cultiva en exceso las pequeñas reglas de oro que no son más que simples ejercicios de urbanidad, de relación atenta y amable, de aproximación al prójimo, al que tienes cerca, a través de comportamientos educados. La moneda de uso corriente hoy, la que circula por todos los estamentos sociales , viene rubricada por la aspereza, los malos modos, la gresca por el motivo más nimio cuando no la grosería utilizada como tarjeta de presentación. Esta es la sociedad que tenemos delante y en la que cada día que pasa se estimulan con mayor virulencia el insulto y la descalificación.
España lee cada vez menos y dedica más horas a estar delante de la televisión. Y ésta es una inversión de tiempo que ayuda y mucho al relajamiento colectivo, el debilitamiento de valores que estaban firmemente asentados y que se van degradando en idéntica medida en que afloran fórmulas distintas de convivencia que hacen tabla rasa de un modelo de relación basado en las buenas formas y el trato correcto con los que están a tu alrededor. Aquí el gesto caballeroso, la deferencia con las señoras, el trato solícito con los ancianos, el intento saludable de dulcificar la vida con muy poquitos esfuerzos son pautas de actuación social que se han ido al garete. Y lo que priva es el embrutecimiento y la ausencia de modos como manera de transitar por los caminos de una existencia empedrada de mala educación y actitudes nada proclives a la sonrisa y felicidad.
España arrastra un serio problema de educación. Que no atañe directamente a las disciplinas formativas que forjan la preparación del individuo porque entra de lleno en la parcela, tan descuidada por leyes y docentes, de la urbanidad. La que se mama desde la lactancia, la que nos enseña a adoptar actitudes respetuosas, a ser solícito y atento, la que hace del sosiego virtud y de la palabra el mejor vehículo para entenderse y darse la mano. Todo lo que hablo es pura quimera. Aquí las formas no cuentan y los modales menos. Estamos metidos hasta el cuello en la ciénaga apestosa que todo lo mancha y denigra.