Las jornadas del confinamiento sirvieron para la cita cotidiana que daba lugar al aplauso y la canción. Era una forma de gratitud hacia aquéllos que luchaban contra la pandemia y una muestra de vida y esperanza para tratar de superar la dureza del encierro.
Pensábamos que dejado atrás el estado de alarma volveríamos a una cierta normalidad. Los hechos han venido a desmentir lo que no dejaba de ser un anhelo que se da de bruces con la cruda realidad. La calle está lejos de haber recuperado la alegría, media hostelería no ha vuelto, la mayoría de restaurantes están huérfanos de clientes, al menos de los necesarios para levantar cabeza, y el volumen del tráfico es un termómetro que no engaña sobre la verdad de la situación.
El retorno del juego es fiel reflejo de lo anterior. La sociedad no se ha desprendido del miedo, máxime cuando se anuncian rebrotes, y se retrae y no quiere riesgos ni quiere hacerse agujeros en unos bolsillos muy ajustados. Vivimos por tanto y el juego es triste testigo de ello una época de incertidumbre, donde por el momento nada es igual que fue por mucho que traten de vendernos lo contrario desde las instituciones oficiales, en las que, el gobierno de España en primer lugar, la mentira se entroniza. Hemos perdido la alegría generalizada y contagiosa, la sonrisa amplia y la mirada ilusionada. Y lo preocupante es que no podemos predecir cuando recuperaremos éstos dones. Que son la razón de vivir.