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DESDE LA AVENIDA Juan Ferrer

Restaurantes estrellados

9 de diciembre de 2025

Ayer estuve comiendo en un restaurante con estrella Michelin. La expectación por mi parte era máxima. Vaya por delante que soy un enamorado de la gastronomía, adepto desde muy joven a la buena mesa, hijo y nieto de gentes que han comercializado con los productos del mar y que sabían la tira de pescados y mariscos. Con tales antecedentes mi pasión por comer opíparamente considero que es un ejercicio esencial en la vida cotidiana. Que nos recompensa de mucho sinsabor, de muchas putadas, de no pocas decepciones. Mi amor por el arte culinario entra en la esfera de lo tradicional, de la receta de la abuela, de los platos de chupa pan y moja que son apropiados para elevar el espíritu y encandilar al estómago.

Vuelvo al principio de la historia. A mi visita a una sala estrellada, dicho sin ánimo peyorativo sino todo lo contrario. Creo que probé una sucesión de 15 platos. Aquello era un desfile culinario, repleto de colorido, mucho colorido, que parecía no tener fin. Tomé un plato con una colita de gamba muy sonrosada y mucho verde alrededor. Otro con un trocito de ventresca de atún espolvoreado con unas presuntas lágrimas de caviar, supongo que no era iraní. Luego le llegó el turno a una ostra embalsamada con lima y azafrán de hebra. A continuación arribó la patita de pularda en escabeche y con cebollitas glaseadas. Parada especial para recibir con honores el pellizco de venado, muy pellizco, con salsa de chocolate. Y así, entre sorpresas mayúsculas, degusté una lámina de rodaballo salvaje, muy fina ella, regada con naranja sanguina. Y entre tanto ir y venir del recetario de las estrellas nos encontramos con la sorpresa del postre: dos bolitas de chocolate blanco pinchadas de licor carmelitano. Pago la factura y casi me da un cinco de copas como se decía antaño. Pero ha valido la pena: nada menos que 15 platos, de corte muy minimalista sí señor, pero de una imaginación desbordante. La cuenta de todo menos minimalista.

El ágape empezó a las dos de la tarde y entre rendez vous, explicaciones sobre el arte del chef, y sorbetes para pasar de un sabor a otro, acabamos a las seis. Cuatro horas bien invertidas. A las nueve de la noche estaba en el bar de la esquina engullendo un bocadillo de calamares con cerveza de barril que me sabía a gloria bendita. Las estrellas para dormir. Para tributarme un homenaje culinario mis tiros van en otra dirección. Y que me perdonen los doctos en la materia. Que muchas veces es materia para olvidar.