Eran unos tiempos gloriosos en los que solíamos almorzar caviar iraní con Dom Perignon. Una época en la que futuro quedaba lejos y nos afanábamos en vivir el presente con extrema fruición, sacándole chispa a la alegría del momento que era contagiosa e invitaba a deslizarse por la pendiente de la vida, con promesas peligrosas y amenazantes en ocasiones.
El sector atravesaba su época dorada, y todo valía nada porque se pagaba a tocateja y el dinero se salía de los bolsillos. En aquéllos días de vino y rosas, de champagne a gogó y cigalas de metro y medio, el sector mostró su cara más desprendida, su generosidad larga y trabajada, su espíritu chisposo capaz de sembrar la sonrisa y ejercer como nadie la solidaridad, la ayuda al amigo que no has olvidado.
Eran tiempos de alocamiento generalizado, en los que lo imposible no existía y el instante se saboreaba hasta el último suspiro. Tiempos en los que se trabajaba muy duro, con luchas de calle y asaltos imprevistos. Pero al final de la jornada, agotadora muchas veces, el sector levantaba la copa de la recompensa bien ganada y dormía en paz, con la tranquilidad conquistada. No veíamos un futuro preñado de sombras. Pero saben que les digo: que nos quiten lo bailao.