Es lo que deseo a todo el mundo y en particular a los amigos: que lo pasen bien en los días venideros, que levanten la copa del optimismo y la alegría y caigan en la cuenta que la existencia es un billete de circulación efímero. Que en cualquier parada podemos detenernos y decir adiós. Y que por eso es preciso saborear los pequeños momentos cotidianos que nos devuelven, por unos instantes, la chispa del afecto recobrado, la magia del reencuentro con aquellos que añoramos, el descubrimiento de una mirada luminosa, el calor de una mano que nos engrandece el ánimo.
Hay que pasarlo bien sin jolgorios disparatados, sin alardes excesivos que nunca son recomendables. Es cuestión de disfrutar, con las puertas del alma abiertas, lo que la vida en familia nos depara para reagruparnos en la intimidad del amor que nos une y nos hace mejores, del amor que hemos ido perdiendo o no sabiendo ejercitar y que nos impone recuperar como único pasaporte hacia la felicidad. Un amor traducido en gestos, detalles, sonrisas y miradas que son la gracia suprema del diario vivir. Y que conviene rescatar aunque sea por unos días.
Hay que pasarlo bien y olvidar por unas fechas lo que nos entristece y soliviante. Y hay que felicitar de corazón, sin mensajes vacíos ni correos electrónicos. Poniendo en las palabras toda la cálida sinceridad que llega directamente al corazón. Por derecho y con inusitado resplandor.