Una mirada alrededor del barrio, de la ciudad, de la vida cotidiana nos muestra una realidad lacerante. Múltiples establecimientos cerrados, negocios que dejaron de serlo, comercios que funcionan a ritmo muy lento, un paro laboral que alcanza índices brutales y los rebrotes del Covid-19 que siguen creando focos de contagio y preocupación, de puro miedo ante un otoño que se anticipa con aires de catástrofe.
Ahora hemos sabido que los fallecidos son 45.000 a causa de la pandemia. O sea que nos han estado hurtando la verdad, nos han ido facilitando datos falsos, propios de un gobierno que ha hecho de la contradicción casi permanente y la mentira su táctica para mantener embaucada a la ciudadanía transmitiendo un relato ficticio aderezado de triunfalismo, que nunca falta en éste ejecutivo tan pagado de sí mismo.
La constatación de unos hechos de ésta dramática naturaleza, que no se han extinguido por mucho que se empeñen los voceros oficiales, nos hace echar la vista atrás, rememorar secuencias todavía frescas en la memoria y tener que preguntarnos: ¿ Que aplaudíamos a las ocho de cada tarde, que motivos nos impulsaban a cantar o bailar, que estábamos festejando para batir palmas o entonar el resistiré…?
Con toda la gratitud que merecen la clase sanitaria y cuantos a lo largo de tres dolientes meses dieron ejemplo de un alto espíritu solidario y una generosa entrega al servicio de quienes lo necesitaban soy de los que piensan que no había lugar, ni razón, para las palmas o la canción en circunstancias tan tremendamente adversas. En los que se nos vendió, a través de las televisiones omnipresentes en los hogares, un relato embaucador y asquerosamente falaz. Tarde, pero son muchos los ciudadanos que se percatan de ello.