Un amigo me asalta en plena calle para expresarme su irritación y decirme un puntito nervioso: Oye, es que estoy hasta el gorro de la política y los políticos; de ése continuo tirarse los trastos a la cabeza; de los insultos cruzados; del pugilato que mantienen para ver quién dice la mentira más gorda; de las promesas que nunca se cumplen; de los problemas reales de los ciudadanos que no se abordan; de los pactos contra natura; de los enredos de los partidos; del enchufismo de los amiguetes con sueldos de cinco estrellas; de las televisiones que chupan de la teta de los gobiernos y se apuntan a la propaganda descarada de los señores que pagan; de los tertulianos apesebrados y del feminismo insoportable de los niños, niñas y niñes. El amigo en cuestión asegura que quiere volverse a su pueblo, de 300 habitantes, desconectar del mundanal ruido, olvidarse de la política y dedicarse a la contemplación de los almendros en flor, de los amaneceres que doran los campos, de la monumentalidad rocosa de ésas montañas orgullosas que casi besan los cielos.
Le respondo a mi apreciado compadre que en España y en los tiempos que corren es difícil sustraerse al virus de la política que acaba por contaminarlo todo. Resulta que lo de Rociíto acaba convirtiéndose en política; y las vacunas del Covid-19 y sus diferentes marcas; y los vaivenes de los bares y restaurantes que si abren o cierran; y la superliga y si Florentino sí o no: y si puedes entrar o salir de la comarca; y que si Miguelito Bosé está loco porque es negacionista; y que si el juego privado arruina a los pobres y el público o semi los hace felices. ¿ Quieren que siga ? Sería cansino hacerlo.
La conclusión es que la política, cual plaga bíblica, lo está impregnando todo y para tratar de desintoxicarse no hay otra que acompañar a mi amigo a su pueblo, comernos un buen gazpacho y tostarnos al sol de la indolencia. Aun así, seguro que la política se cuela por alguna rendija.