Cuando las costumbres no se ejercitan con la frecuencia que era habitual porque nos impiden llevarlas a cabo corren el riesgo de ir dejándose de lado, o extinguiéndose, en el ánimo de aquéllos que las practicaban. Los hábitos son unas reglas cotidianas que si son sometidas a largas interrupciones terminan por perder su condición de tales. Todo esto significa que la pérdida de las costumbres que nos son gratas representa también perder un poco la costumbre de vivir, al menos de vivir la existencia que nos gusta y nos ilusiona.
Llevamos más de un año inmersos en las prohibiciones, las limitaciones los miedos y las amenazas. Más de un año sometidos a normas que nos han restado movilidad y capacidad para desenvolvernos en los ámbitos familiares, profesionales y de vecindad y amistad. Más de un año en que hemos perdido la costumbre de ir al teatro, al cine, al bingo o al restaurante favorito porque nos han puesto por delante el stop administrativo, el horario restringido o la imposibilidad de hacerlo por una serie de medidas de carácter coercitivo que no se ajustan a nuestras reglas de comportamiento.
Lo cierto y triste es que la situación que estamos soportando con motivo de la pandemia nos ha cambiado la vida, nos ha afectado en las costumbres, las relaciones sociales, los afectos y las amistades. Nos ha ido privando de insistir en ésas costumbres que muchas veces dan sentido y calor de humanidad a la convivencia y que se reducen a practicar habitualmente actos sencillos y en apariencia insignificantes como una comida con amigos, una reunión familiar, una sesión de teatro o unas partidas de bingo que no están vedados. Y que no son otra cosa que restarnos un poco la costumbre de vivir, de vivir con un cierto aire de alegría.