Las hojas caídas de los árboles alfombran parques y jardines que se visten de una tonalidad gris. Un sol nada furioso dora tibiamente plazas y calles y los penúltimos bañistas se asoman a las orillas de unas playas cuyas aguas comienzan a encabritarse. Ha llegado el otoño y percibimos en el ambiente un aire de melancolía, presente en los atardeceres tempranos que invitan al enclaustramiento en las casas. Es el retorno a lo cotidiano, el reencuentro con la monotonía de los días y las horas, el darte otra vez de cara con los problemas de siempre que estaban aparcados.
Hemos pasado la página del verano, en la que vivimos una alegría y descanso efímeros, para meternos de lleno en el escenario habitual de nuestras existencias que están hechas de estampas repetidas, de los problemas de siempre, de la canción de la monotonía. El otoño nos devuelve a una realidad que tratábamos de olvidar, de alejar de nuestras mentes y corazones, al menos por unas fechas.
Entramos en un otoño que si por sus características naturales invita a la nostalgia ahora lo hace con mayor razón. Un otoño más duro de lo normal por las incertidumbres que plantea en el orden sanitario, político y económico. Porque la pandemia y quienes nos gobiernan nos convierten en ciudadanos inseguros, temerosos, carentes de confianza. Porque han dado muestras sobradas de su incompetencia, su propensión a la mentira y su fiero revanchismo ideológico. Con éste panorama delante el otoño se vislumbra más triste que nunca, más desesperanzador, más gris. Los poetas harán de su lirismo un canto a la melancolía de buena estirpe.