La pandemia nos ha marcado a fuego. Nos mermó la capacidad de convivencia, nos privó de los abrazos compartidos y nos impuso el arrinconamiento y la soledad. Y en medio de ésta vorágine que cambió nuestras vidas y nuestros hábitos de comportamiento, que nos hizo más débiles y rebajó nuestras expectativas e ilusiones, pagamos la durísima factura de las personas que quisimos y se fueron, de los adioses que nunca quisimos decir y tuvimos que pronunciar con la garganta agarrotada y el ánimo encogido. Ha sido y todavía esta siendo un ciclo nefasto al que poco a poco vamos dejando atrás pero que tardaremos en olvidar.
Los políticos, que suelen ser ventajistas y mentirosos, nos doraron la píldora de la tragedia que teníamos encima con aquélla falacia del “saldremos más fuertes”, un recurso publicitario que se quedó en lo que era: mera estupidez.
Los hechos son lo que son y vamos saliendo de la pandemia y sus efectos tocados, más débiles y con intención, no queda otra, de seguir peleando. Pero ello no implica que pueda haber olvido por lo mucho que hemos perdido, por las ausencias y los daños personales y materiales soportados. Ni tampoco olvido para los engaños políticos que se fueron sucediendo. Que fueron de tanto calado como desvergüenza. Y que se retienen en la memoria.
