No podemos parar, ni detenernos un instante, ni desfallecer, ni dejarlo para mañana porque tal vez sea tarde. Lo pasado ha sido durísimo y lo que queda por venir es una incógnita, una página en blanco, una invitación a la inquietud que nos estremece el alma. Lo pasado nos ha dejado heridas en la mente y sensaciones que son difíciles de borrar y sus zarpazos nos han arañado los bolsillos como nunca creíamos que podía suceder. Hemos sido víctimas de un virus que nos ha empequeñecido a todos , que nos ha puesto delante de un espejo para decirnos que tanta ciencia, tanta tecnología, tanta medicina no son nada cuando el diablo de un microbio traidor nos indica lo tremendamente vulnerables que somos, lo expuestos que estamos de manera permanente a un adiós brutal e inesperado.
Pese a todo, pese al íntimo reconocimiento de la fragilidad humana, pese a que estamos inmersos en una batalla desigual en la que nadie está inmune y todos participamos obligatoriamente del juego de la ruleta rusa que es la pandemia, que aún colea, rebrota y ataca, no podemos dejar de plantarle cara al virus con responsabilidad, recurriendo al espíritu cívico que impone pautas de comportamiento sensatas, respetuosas con el prójimo y con uno mismo y guiadas por ése don supremo que se llama prudencia.
No podemos parar, hay que seguir sacando el espíritu rebelde que todos llevamos dentro y que en los momentos de mayor desánimo, de más devastadora frustración, nos invitan a levantar la cabeza, mirar al frente y luchar, luchar y tratar de salir del pozo negro del abatimiento generalizado que es contagioso y provoca el hundimiento. No podemos desistir en nuestro noble intento de salir, aunque sea heridos, y abrir la mirada hacia un futuro cercano donde la esperanza resplandezca en el horizonte y nos libre de ésta cruel y devastadora pesadilla.