Tratan de hurtarnos del diccionario y de las conciencias palabras que desprenden magia, tradición, creencias. Palabras que de niños sirvieron para despertarnos el alma y enseñarnos el valor que supone la familia, el calor de su agrupamiento, la bendición de su unidad. Palabras que alimentaron sueños infantiles y que más allá de la ilusión transitoria, propia de la edad temprana, sirvieron para que anidara en nuestro interior un racimo de creencias, religiosas o humanísticas, que moralmente resultaban enriquecedoras y servían para forjarnos una sensibilidad abierta a los afectos, a la solidaridad, al amor, al desprendimiento y a la necesidad de ser mejores.
Una de ésas palabras, que sacude los recuerdos y abre siempre la puerta de la esperanza se llama Navidad. Una Navidad que enciende el fuego del hogar para que recobren el calor aquéllos que no estaban y han vuelto a casa. Una Navidad que de chicos nos enseñó a querer, soñar y perdonar. Y que a través de aquél pesebre humilde de Belén nos hizo llegar el mensaje del nacimiento, de la gloria de la vida, del espejo de la sencillez donde mirarnos para poder contemplar la existencia desde el lado más desprendido y menos egoísta.
Son muchas y reconfortantes las lecciones aprendidas de la Navidad y de su sentido cristiano. Por ello ése interés de una clase política en borrarla del calendario de las creencias y tradiciones. Es tarea estéril. O al menos así lo pienso reafirmándome en la luz dimanada de la lejana estrella de Oriente que nos anunció la buena nueva del nacimiento y nos hizo, por su obra y gracia, más familiares, más humanos, más empeñados en querer y ser queridos por los que tenemos alrededor. Navidad, canto de alegría y emoción y nostalgia en los corazones. Que la disfruten.