No sólo se hace realidad el sueño americano. Ese que partiendo de cero lleva al infinito a los audaces, a los que pelean y trabajan, a los que tienen talento natural y arriesgan. En España también es posible partir de la nada y tocar el cielo, hacer de una maquinita un imperio, dejar la chaquetilla de camarero para viajar en avión propio. Es la constancia de que el sueño español puede coronarse y ahí nos sale la imagen aguerrida, volcánica y apabullante de Manuel Lao Hernández, que simboliza como pocos la ascendencia social y empresarial verdaderamente meteórica a base de intuición, voluntad, esfuerzo sin límites y un sentido de la anticipación que en el mundo de los negocios resulta determinante para obtener el éxito apetecido. Que en el caso que nos ocupa es total.
El español es buen sembrador de un fruto poco apreciado pero muy abundante: la envidia. Un fruto de consumo bastante generalizado que solemos degustar con mal disimulada fruición. Por eso nos jode tantas veces el triunfo del vecino o el amigo, al que felicitamos con una mano mientras tratamos de apuñalar con la otra. Es el ejercicio favorito del españolito medio: dolerse del bien ajeno y justificar así sus frustraciones.
A Manolo Lao, que ha llegado a la cumbre de los triunfadores por méritos acarreados a costa de dejarse la piel y la cara en muchas iniciativas; derrochando esfuerzos y comiéndose las horas del reloj para emprender proyectos y empujar negocios, no le faltarán envidiosos, gentes que hacen del resentimiento hacia los demás la causa de sus fracasos. Pero cuenta también y como contrapartida con los que nos sentimos legítimamente orgullosos de que una persona como él sea abanderado del juego a escala planetaria. Figura en la lista de los millonarios del mundo. Y en ésa otra más reducida en la que están los tipos irrepetibles que hicieron de una humilde ensoñación una obra empresarial de fábula. Con éstos simples datos tenemos reflejada frente al espejo de la actualidad la figura de Manuel Lao Hernández.