Hace tiempo que no me dejo caer por Madrid, que no me doy un paseo por Cibeles arriba para perderme por los barrios que me son familiares y los lugares donde he disfrutado exprimiendo las esencias de la vida, ésas que suelen calar en lo más íntimo y disfrutar recordándolas. Al llegar a cierta edad la pereza suele imponer sus normas y rutinas de las que no resulta fácil desprenderse. Eso ha hecho que el alejamiento de la capital se prolongue más de lo deseado y querido.
En Madrid surge de manera natural el don de la hospitalidad. El calor humano que se palpa alrededor y que a nadie le hace sentirse forastero. Posee la capital del reino un aire acogedor, ése que consigue que te sientas arropado, que no extrañes nada y que te contagies de una alegría de vivir que es seña de identidad de la urbe y que te invita a participar activamente de ella.
Madrid con historia y belleza y también con un arraigado sentido de lo popular, de lo que nace del pueblo y sus gentes y se perpetúa en costumbres y tradiciones. Madrid con una hostelería única en España donde entras en cualquier establecimiento por modesto que sea y te recibe la cordialidad, la simpatía, la caña bien tirada y la sugerencia que agradeces. Y luego está el Madrid de la fiesta y la cultura, de las grandes tentaciones para abrir las puertas del espíritu y dejar que por ellas entre la magia imperecedera del arte, el mensaje escénico, la visita al café de reminiscencias literarias, la sombra alargada de Gómez de la Serna, Foxá, Ruano, Umbral y tantos otros que hicieron de la tertulia todo un lujo de erudición y liberalidad. Son muchas y felices las evocaciones que me unen a Madrid. Con Lhardy, Casa Ciriaco, el Teatro de la Zarzuela, Jockey, el Prado o el Eslava de Luis Escobar para contar, escribir y añorar. Madrid del alma, nunca serás olvidada.