Nos hemos acostumbrado, sin alterarnos, a escuchar por boca de miembros y miembras del gobierno, las mayores sandeces. Y en lo tocante a éste asunto no sé que sorprende más: si la gilipollez que nos largan como mercancía publicitaria o la naturalidad con la que nos la tragamos o incluso la aceptamos. Este no deja de ser un síntoma preocupante. Los mensajes emitidos desde el poder político son muchas veces descacharrantes, por burdos y falaces, y la mayoría de la sociedad, que da la impresión de estar entontecida, los acepta sin reparos y no se tira de los pelos. Porque motivos para mesarse el cuero cabelludo los hay.
En lo tocante a master en gilipolleces y catedrático de la imbecilidad descuella como ninguno por méritos más que acreditados nuestro ministro de Consumo, don Alberto Garzón. Las funciones que le fueron asignadas son más bien escasas. De ahí que emplee su mucho tiempo libre, bien remunerado por cierto, en alumbrar ideas, o más bien idioteces, que causan más indignación que risa. Por lo que desprenden de voluntad intervencionista, de marcarnos pautas de conducta y tratar de ahogar nuestro sentido de la libertad. De hacer aquello que nos dé la gana.
El simple hecho que don Alberto sea titular de un ministerio ya representa una anomalía política. Denota el grado de medianía que hemos alcanzado. Refleja el calibre intelectual de nuestros dirigentes. Como éste tipo que se ocupa del juego para prohibir y prohibir, porque según su criterio éste es un país de ludópatas, aunque nada lo pruebe. Que pretende quitarnos los chuletones de la mesa porque somos una pandilla de gordos. Y porque late entre nosotros un machismo exacerbado que hace que no dejemos a los niños jugar con las muñecas. Y por eso, a la huelga juguetera. Los he visto: pero tan idiotas y comunistas es muy difícil encontrar un parangón.