Hace tiempo que estoy en la reserva informativa. En un segundo plano periodístico alejado del quehacer noticiable y frenético del día a día. Mis contactos con las gentes del juego son por tanto muy esporádicos. Y con los reguladores de juego prácticamente inexistentes.
Todo lo contrario que años atrás en los que mis relaciones con los directores generales de la cosa eran tan frecuentes como cordiales. A pesar que de vez en cuando saltaran las chispas de la disidencia o la protesta por informaciones u opiniones que no gustaban a los representantes de la administración. Esto no fue inconveniente para que mantuviera un trato habitual y cálido con nombres como Amadeo Farré, Edmundo Ahijón, un personaje campechano y abierto por naturaleza al diálogo, José Luís Sanchís, Jorge de Scals o mi añorado por tantos motivos Fernando Prats al que suelo evocar con frecuencia.
En ésa nómina, que es ampliable pero que haría excesivamente denso éste artículo, ocupa un lugar destacado José Antonio Soriano. Un tipo natural, valiente, que iba por derecho y solía llamar a las cosas por su nombre. Su gestión en Andalucía pienso que resultó sobresaliente hasta el extremo de marcar pautas de evolución en el sector. Teníamos una comunicación telefónica muy frecuente. En éste plano siempre me vi puntualmente atendido. Y en cuento a las relaciones personales estuvieron presididas por la simpatía y un afecto que era mutuo. Esto no fue obstáculo para que tuviéramos nuestros choques dialécticos pero en un marco de respeto y entendimiento.
Hace poco recibí noticias suyas en forma de felicitación por el homenaje que me tributó CEJ a instancias de Fernando Luis Henar. Decía Soriano que me porté afectuoso con él y con su querida tierra de Andalucía. Es lo menos que merecía quién en su ejercicio de director general supo acortar distancias a la hora del diálogo, jamás hizo gala de envaramiento alguno y se mostró sencillo y accesible en sus comportamientos. Y además ejerció su función con brillantez. Aunque retirado del juego José Antonio Soriano hace buena la leyenda de que los antiguos rockeros perduran en la memoria. Y en la mía en particular. Con gratitud y añoranza.