La canción ganadora de Benidorm, ésa que nos llevará a Eurovisión, que no he tenido la oportunidad de escuchar, ha servido para armar la marimorena. Y me entero de que más que hablar de una canción estamos hablando de una especie de epopeya que ha provocado denuncias, berrinches de unos y jolgorios de otros, arrebatos populares, reacciones condenatorias en caliente y cruces disparatados de discrepancias. La cancioncita en cuestión ha servido para que aflore una vez más a la superficie de la actualidad la España más visceral, la más taruga, la más presta al enconamiento y al ardor combativo contra el oponente aunque sea tu amigo o tu vecino. O sea la España de los dos colores bien distintos que algunos se han encargado de azuzar de manera continuada y perseverante.
Que el pueblo se levante y ponga pie en la confrontación por una cancioncilla de nada es prueba del nivel cultural que estamos alcanzando, del grado de intelectualidad que marca los pasos y comportamientos de una parte activa de la población.
El hecho en sí, con ser un poquito preocupante, tampoco es para echar las campanas al vuelo. Aquí lo que espanta, lo que asusta, lo que provoca sudor frío es enterarte que los chicos y chicas de Unidas Podemos anuncian que llevarán el tema al parlamento. Y que los de CCOO, los que defienden con uñas y dientes a los trabajadores, interpelan a RTVE por el asunto. Hechos de ésta naturaleza nos ponen delante de la imagen de un país que ha perdido la chaveta, ha entrado en fase delirante y hay que llevarlo al diván del psiquiatra de urgencia. Un país que ha enloquecido de remate y del que caben esperar los mayores disparates. Y no va de broma