Fueron muchos años de fugaz pero intensa convivencia. Años de compartir viajes, comidas, tertulias, risas y problemas. Nos lo pasábamos en grande cuando coincidíamos. Me encantaba su palique, su don de gentes, su habilidad para envolver y convencer. José Luis tenía bien afincado el don de la palabra y la manejaba con brillantez y sabía llegar por derecho al corazón porque transmitía emociones.
Aunque poseía un espíritu afable y un talante de natural cordial también solía, como todos, ser presa del enfado en determinados momentos. Pero nunca perdía una de las pautas esenciales de su comportamiento: su alto sentido de la caballerosidad, de los modales ennoblecidos por el uso espontáneo y cotidiano. Y era un rasgo peculiar de su personalidad muy digno de resaltar y agradecer.
Cortés por vocación y simpático porque le nacía José Luis Iniesta se hizo un hueco en todos aquéllos que tuvimos la oportunidad de conocerle y de gozar del premio de su amistad. El bingo, los toros, la hostelería son mundos en los que su presencia se dejó sentir pues no era una personalidad que pasara desapercibida. Sabía ganarse afectos y hacer amigos y su maestría con la palabra nos tocaba las fibras sensibles y llamaba a las puertas del corazón. Será muy difícil que le podamos olvidar habiendo dejado como dejó una siembra tan fecunda de cortesía de buena estirpe. De la que ya no se lleva. Y que es un imponente legado. Gracias, José Luis.