La fotografía la publicamos en nuestra edición de ayer y era en sí misma motivo de escándalo. Un vendedor de la ONCE, con sus rascas de premio inmediato como producto más tentador, instalaba su tenderete delante de un colegio en un alarde de impunidad manifiesta. Y allí, que sepamos, ningunos padres protestaban, ni aparecía ningún policía municipal invitando al vendedor a trasladarse de lugar, ni nada alteraba el paisaje urbano. La instantánea gráfica no es una excepción y suele prodigarse con frecuencia en numerosas ciudades. Pero nadie da la voz de alarma ciudadana, ni se moviliza ningún colectivo, de ésos que se ponen en pie de guerra contra los salones, atacándolos y ensuciándolos, y amenazándolos.
No hay que rasgarse las vestiduras porque estamos en lo de siempre. En la doble vara de medir al juego privado y público. En la impunidad que gozan los segundos – aunque la ONCE sea semipúblico – y la condena que soportan los primeros. En el fariseísmo que envuelve éstos temas, donde unos nos invaden publicitariamente hablando y a otros se les silencia. Y a todo esto: cuando se nos insta desde la propaganda a comprar cupones de la ONCE porque “contribuimos a una gran labor social.”, pregunto por mi cuenta donde se destinan los cientos de millones de euros que los gobiernos autonómicos ingresan del juego privado. ¿ No quedamos que iban destinados a obras sociales ? Que me lo expliquen.