Sonó la hora del paréntesis. El verano tiene eso. Hay un momento en que se impone desconectar. Hacer un alto en el camino cotidiano y romper con lo de todos los dias. Llega el momento, en principio jubiloso, de abrir la ventana cada mañana para contemplar un paisaje nuevo. Para experimentar sensaciones que creíamos olvidadas. Para ver el mundo desde una óptica diferente, más atrayente por lo inesperada, más sugestiva por la novedad que representa frente a la monotonía que dejamos atrás.
Pienso que es éste de ahora mismo buen tiempo para el aislamiento. Para el reencuentro íntimo, para decantarnos por aquéllas cosas que valoramos y que no practicamos. Porque nos lo impiden las obligaciones ineludibles, las subordinaciones a los que nos rodean. Enfrascarse en la lectura de libros que nos ayudan a revivir emociones o relatos de los que extraemos enseñanzas es un placer impagable. O si uno es de otras aficiones perderse por el bosque tampoco es mal regalo. Paladear el silencio emanada de los árboles, tumbarte en la hierba fresca, escuchar el concierto de las aves sólo roto por el ladrido de un perro lejano es opositar al disfrute de un mundo plácido que ensancha el espíritu.
Es época de tumbarse al sol de la indolencia. De paladear con fruición el aire libre, la belleza de la huerta que revienta de frutos. El instante mágico del atardecer que se prolonga como una promesa sin fin. Para vivirlo en plenitud ése ciclo breve conviene adoptar medidas previsoras. No volver a lo de siempre. Que las ruedas del molino mental se paren, aunque sea por breves instantes, y no vuelvan a marearnos con esto o aquello. Hay que desembarazarse del uniforme que nos uniformiza y echar mano del pantalón corto, el espíritu exultante y las ganas de vivir. En otro medio, otros paisajes y otras costumbres más reconfortantes y llevaderas. Que lo disfruten y hasta más ver.