El gobierno que preside Pedro Sánchez lleva dos meses ejerciendo. Algunos de sus ministros más que ejercer exhiben el cargo, figuran, hablan a los medios. Y excepto la vicepresidenta primera y el vice segundo nadie está alcanzando más notoriedad que Alberto Garzón. Titular de un departamento reducido, anteriormente secretaría de estado, ha tenido la habilidad de coger el tema del juego, adscrito a su gabinete para darle un poco de trabajo y justificar su nombramiento, y no ha parado desde que aterrizó en Consumo. No ha parado, digo, de convocar ruedas de prensa, que van cuatro en pocos días, aparecer en televisiones y mostrar de paso lo que ha ganado en sentido de la moda, en porte distinguido, con sus trajes impecables y la corbata de la que ya no se apea.
Garzón está ganando de largo el campeonato de la notoriedad ministerial. El juego entra dentro de sus escasas competencias y parece dispuesto a exprimirlo al máximo. Su gestión no puede ir mucho más allá de la ley reguladora de la publicidad, y de activar una conferencia sectorial tradicionalmente ineficaz. Pero persistirá en el juego porque no tiene más faena y porque, en vista de la psicosis artificial creada, es un arma política rentable.
Cuestión aparte es que el proyecto presentado por Garzón decepcione a unos, sus amigos los rehabilitados, y cabree a otros. Que se quede corto en unos términos y se pase en otros. Que no sea tan fiero como anticipaba o jorobe más de la cuenta. Al final de la historieta, Garzón campeón.