El sector ha echado mano y lo sigue haciendo a la contratación de despachos que combinan varias especialidades y estrategias de actuación diversas con la finalidad puesta en influir en ámbitos concretos. Ejercen, a escala reducida, la función de lobbys de presión que tratan de mejorar la imagen y defender los intereses de los colectivos empresariales o políticos que utilizan sus servicios.
Estos despachos, con nombres de profesionales prestigiosos como tarjeta de visita para facilitar el banderín de enganche de los clientes, no tienen remilgos a la hora de plantear unas minutas por lo general muy elevadas, acordes con su fama y, sobre todo, con su supuesto poder de influencia en los círculos del poder y en los medios de comunicación.
Hecho éste obligado preámbulo si tuviéramos que medir los resultados que han deparado las actuaciones de éstos despachos cuando han sido contratados por distintas entidades del sector el balance no es muy positivo que digamos. Si nos ceñimos al momento presente nunca el juego ha tenido más mala prensa que en la actualidad, ni ha sido políticamente más cuestionado, ni ha soportado normativas más restrictivas en materia reglamentaria. Y éstos comportamientos han abonado el caldo de cultivo preciso para conseguir el rechazo social de colectivos con marcada ideología.
Llegados a éste punto se abre el turno para analizar el grado de efectividad real de ésos presuntos grupos de presión, de si su actividad y sus logros justifican las elevadas inversiones que demandan. De si el sector ha ido avanzando y mejorando, en el plano de la imagen, la percepción social y el tratamiento administrativo a través de su concurso. La materia es opinable y las conclusiones no pueden dejar de ser subjetivas. Si bien la realidad es la que manda. Y la de hoy es una y está clara.