El Observatorio Estatal del Bingo, que forman las patronales del sector y los sindicatos, han vuelto a la carga para pedir a las administraciones la armonización fiscal. Quieren que se acaben con los agravios comparativos que en materia tributaria soporta el bingo. Y con los incomprensibles desequilibrios que afectan a la modalidad en sus versiones tradicionales o electrónicas. Y aplaudimos sus demandas, que responden a una insistencia pertinaz y justa pero que, demasiadas veces, tropiezan con el muro de piedra de unos departamentos de hacienda férreos en su negativa al reajuste. Y que se equivocan en su postura porque los hechos vienen demostrando que bajar la fiscalidad quita ingresos por vía recaudatoria y los aumenta por venta de cartones o de juego.
Todo éste despliegue reivindicativo por ser plausible y reclamar atención y apoyo debe calar en las administraciones. No puede en modo alguno ignorarse o tomarse a la ligera. Por la sencilla y esclarecedora razón que de su resolución satisfactoria depende la supervivencia de un sector. Y no se trata de dramatizar ni de recurrir al consabido recurso lacrimógeno. Aquí mandan los hechos que visualizan la caída en picado del bingo. Y no conviene engañarse con los ligeros repuntes económicos de la actividad. Los hechos indican que cada año funcionan menos salas, y Madrid y Barcelona, por citar las dos primeras ciudades españolas, son un ejemplo del descenso a los infiernos; que el público se resiste a ir al bingo porque los premios, motor de atracción, no ilusionan, y porque, y ésta es otra cuestión, tampoco se le brinden alicientes de peso.