Hubo un tiempo en España que cuando uno llegaba tarde a una cita solía decirse «viene como Renfe», aludiendo a que sus trenes no cumplían nunca los horarios establecidos. Llegó la entrada en servicio del transporte férreo de alta velocidad y el panorama horario experimentó una mutación sustancial. Los trenes salían y arribaban a las estaciones con rigurosa puntualidad e incluso ganaban tiempo con respecto a los cuadros fijados. Nos habíamos acostumbrado a unos servicios impecables en materia horaria, que nos situaban en el sitio convenido a la hora prevista y que eran toda una garantía de seguridad y bien rodar.
De pronto todo se vino abajo. Se amplió la oferta de servicios y comenzaron los retrasos no de minutos sí no de horas. El sentido de la puntualidad cayó con estrépito. La mayoría de trenes nunca llegan a la hora fijada y hasta se producen serias averías que interrumpen gravemente la circulación y hasta descarrilamientos con graves e imprevisibles desenlaces. Todo un capítulo de irregularidades, de fallos técnicos, de falta de inversión y planificación han hecho derrumbarse la imagen de Renfe y de la dotación de alta velocidad que es objeto de descrédito y de las críticas incesantes de miles y miles de ciudadanos que pagan las consecuencias derivadas de un funcionamiento tan penoso como alarmante.
La situación actual de la alta velocidad en España tiene un cierto paralelismo con el ejercicio de la política. Aquí no se legisla, ni se promueven iniciativas destinadas a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Aquí se está en la descalificación del adversario, en la fabulación del relato que ataca al oponente, en el insulto y la diatriba biliosa. De hacer política, en su sentido más noble, más bien nada.
En Renfe sucede algo similar. El ministro responsable, insultón por vocación y mandato, declina con altanería cualquier responsabilidad. Se habla de investigar y dar solución a los problemas existentes. Pero los trenes continúan deslizándose por los raíles con averías, despistes y retrasos que se aceptan ya como normales. Todo entra de lleno en el paisaje de anormalidad que vive hoy nuestro país en la política y en los transportes ferroviarios. Es el tren que se alejó de una estampa de puntualidad que ha quedado absolutamente borrada. Una pena y mucha irritación colectiva.