Uno, que tira de orgullo patriótico de vez en cuando, ve aumentar su estima nacional cuando comprueba que en el escaparate grandioso de Londres nuestros fabricantes del juego han dado la talla. Sin complejos, con estatura y garbo, con ideas y audacia han sabido competir y sorprender. Y se han codeado con la élite mundial mirándoles a la cara y sin bajar la mirada. Es una prueba de que nuestra industria del juego discurre por el buen camino, tiene la mente despierta, caza al vuelo las ideas, invierte y pelea y se supera en el diseño y creación de sus productos. Conclusión: que el juego funciona con seriedad aunque pueda parecer mentira. Y lo digo a la vista de una España política de ahora mismo convertida en escenario donde se representa el esperpento y la astracanada.
El juego funciona y apuesta fuerte por la evolución. Y el país está sacudido un día sí y otro también por la delirante parodia de una Cataluña a la que un puñado de orates han llevado al precipicio emocional y social. Un país que no deja de asombrarse ante las paparruchadas surgidas de la autoproclamada nueva política que tiene más caspa que un abrigo de los años veinte. Un país cuya oposición no alberga proyectos o propuestas de mayor enjundia que sacar a Franco de su tumba, y con un gobierno falto de arrestos y timorato a la hora de coger el toro del separatismo y otros morlacos por los cuernos. Un país, en fin, surrealista, para echarse a llorar o partirse de risa. Es a la carta.
Y a pesar de los pesares, del sainete y el despropósito nacional, el juego rueda, gira, lucha y se eleva como industria. Aunque parezca mentira y contra los que nos gobiernan y los que nos quieren gobernar, que apañados estamos.