Apelar al juego responsable está de moda, vende y a la sombra de ésta llamada a la conciencia social se benefician unos cuantos. Y de paso, muy subliminalmente, se alerta sobre la peligrosidad del juego y las lacras que de su práctica pueden desprenderse. Lo de ejercitar el juego responsable no deja de ser una obviedad porque cualquier tipo de conducta está sometida a las normas que uno debe marcarse ante cualquier decisión del tipo que fuere. Lo contrario es pura irresponsabilidad.
Lo cierto es que al socaire del juego responsable se montan campañas publicitarias por parte del ministerio de Hacienda; se crean consejos asesores; los ludópatas que llevan desde que el juego existe rehabilitándose y sacando tajada de las subvenciones montan sus jornadas y en los foros se hacen llamadas de responsabilidad en el cultivo de las prácticas de azar. Que insisto es una fórmula descalificadora del juego.
Por descontado que la adicción al juego cuando se convierte en vicio y servidumbre hay que combatirla. Con medidas preventivas y empleando los medios necesarios. Pero sin que éstas campañas a todos los niveles, por sobredimensionadas, den a entender lo que no es: Que España es un nido de ludópatas donde son visibles por cientos en bares y bingos. Porque conviene recordar que nuestro país, según estudios solventes, está por debajo de la media europea en el capítulo de los atrapados por el juego.
Hubo una directora general en Cataluña, Mercé Claramunt, que se dedicó en cuerpo y alma durante su gestión a defender la teoría del juego responsable. Y ya no hizo nada más. Toda su capacidad regulatoria se centró en ésta parcela: subvencionando estudios, soltando ayudas de aquí para allá a los ludópatas, erigiéndose en adalid de una actividad que despreciaba y de la que renegaba.
Pues así hemos llegado hasta hoy dando la matraca del juego responsable del que han hecho su modus operandi un racimo, abundante, de espabilados y jetas. Que viven del cuento del juego. Responsable por supuesto.