Autor

DESDE LA AVENIDA Juan Ferrer

El bar

25 de marzo de 2021

Cuando se clausuró la hostelería con motivo de la pandemia, cuando el bar enmudeció, apagó los fogones y cerró el grifo del barril de cerveza la calle quedó huérfana del ritual sagrado del almuerzo, de la cita diaria con el amigo o compañero, de las risas y la cháchara que alegran la mañana y ponen un paréntesis amable en la jornada de faena. Se dijo adiós al pincho de tortilla y el plato de aceitunas, al carajillo reconfortante y a las incidencias del partido de la jornada, a ésa conversación trivial entre gentes que coinciden en el bar y que hacen del almuerzo o el café de las diez y media un ejercicio de socialización, de acercamiento y temperatura humana que siempre resulta saludable.

Al perder el bar y con su pérdida la alteración de usos y costumbres nos percatamos del significado que para muchas gentes tiene su presencia en el barrio, en la plaza o en la calle del lugar donde residimos o trabajamos. Entonces caemos en la cuenta de que el bar nos ha llenado pequeños momentos, nos ha deparado un gozo efímero y saludable, un motivo para aparcar agobios y recuperar el ejercicio de la conversación distendida o la charla controvertida entre el gusto por el bocadillo casero con ajoaceite o el café tocado con mano maestra y golpe de alcohol bien medido.

Hemos echado de menos la estampa del bar conocido que es calor doméstico, aromas de cocina inspirada, espacio de distensión y expansión, refugio de solitarios, estación con parada obligada para los amantes del tinto o blanco y estallido de buenos humores estimulados por el grato tapeo y el complemento bebestible. El bar de cada día es, en fin, un reducido universo donde caben la breve evasión, la confidencia, la alegría o la invitación a la melancolía que todo lo pueden dos cañas y el coñac de remate. Y es, por encima de cualquier otra consideración, un reducto amable en el que, si están hechos con mimo, los calamares y el bocata de embutido saben a gloria bendita.