Donald Trump es el hombre del día en el mundo. Que un personaje de sus características, tildado de fascista, payaso, xenófobo, sexista, zafio e innumerables calificativos más alcance semejante notoriedad merece una seria reflexión. Al margen de cualquier tipo de consideraciones sesudas sobre los factores que han llevado a Trump a la Casa Blanca, que quedan para los expertos de la cosa que no han acertado ni una, resalta en éste caso un hecho evidente: la política tradicional está siendo engullida por la política espectáculo, por el show televisivo, por la teatralización de un populismo que cala en las masas y las narcotiza y atrae con sus mensajes que prometen tocar el cielo de los sueños. El concepto estricto de la política se ha visto desbordado por la irrupción del showman como recambio del típico padre de la patria.
Donald Trump simboliza como nadie éste cambio drástico que se está operando a escala global. Y en el que lo que manda, lo que vende, lo que se impone, más allá de los editoriales de los medios informativos influyentes, de las recomendaciones de los grandes creadores de opinión, de las consignas surgidas de la élites dirigentes, es el show como escenificación de una política que ha sembrado mucho escepticismo, mucha pérdida de valores, mucho empobrecimiento moral y económico. Y ése ha sido sin duda un campo abonado para vender a través de las pequeñas pantallas los sueños muchas veces imposibles o delirantes que siempre encuentran muchos compradores entre quienes se suman a un desengaño colectivo y tratan de aferrarse a las promesas de los maestros en el manejo de los sentimientos, las emociones y el afán por llegar a la tierra prometida. Los magos de la palabra, del improperio y de la descalificación del oponente.
El crepúsculo de las ideologías, pronosticado años atrás por pensadores que fueron anatematizados, ha sido víctima propicia de un populismo de variado signo que encuentra en la televisión, en el show, en el improperio y el hacer sangre del contrario su escenario ideal. Donald Trump se erige en éstos momentos como su máximo representante a nivel planetario. Pero ejemplos y seguidores, a escala doméstica y pedestre, los tenemos muy presentes. A las gentes del juego nos cabe el consuelo de que Donald Trump es o era uno de los nuestros. Como dijo Franco al enterarse del asesinato de Carrero Blanco: “No hay mal que por bien no venga.” Los analistas aún están intentando descifrar el mensaje.