No hay país que despida a sus fallecidos de manera tan encomiástica como lo hacemos en España. No hay más que leer las necrológicas de los medios informativos para percatarnos de que aquí los adioses están cargados de alabanzas sin tasa, de encendidos elogios hacia aquéllos o aquéllas que emprendieron el viaje final sin billete de retorno. Lo chocante del asunto, lo que suele cabrear a buena parte del personal, es que todo el incienso, toda la palabrería laudatoria que se emplea para resaltar la figura del ausente le fue negado, en no pocos casos, en vida, cuando de verdad hubiera agradecido un reconocimiento público que se regateó y nunca se produjo.
No queda ahí la cosa. Se han dado situaciones de personalidades muy descollantes, en diversos campos, que no sólo no vieron realzados sus méritos cuando procedía hacerlo es que, además, no se libraron de críticas injustas motivadas por el resentimiento y la envidia. El ensalzar sus probadas cualidades quedó reservado para la ceremonia funeraria, donde se recurrió a todo tipo de adjetivos calificativos capaces del mayor de los sonrojos por el ejercicio de hipocresía que entrañan.
El obituario periodístico, y lo afirmo con conocimiento de causa, se ha convertido en un testimonio destinado a la glorificación del difunto, desprovisto del menor matiz crítico, que sin embargo no se ahorró cuando el fallecido estaba entre nosotros. Y ésta reacción suele darse igualmente entre la gente en general. Hay tipos que no podían ver ni en pintura al que se marchó para siempre y en la hora del adiós mutan por completo y se despendolan para resaltar sus múltiples virtudes.
Que los españoles enterramos como nadie es un hecho sabido. Conozco a más de uno que dispensaba un odio feroz hacia fulanito y que al morirse éste se sacó de la manga que mantenían una amistad a prueba de desengaños que se mantuvo hasta el último suspiro. El vivo al bollo y el muerto al hoyo, sin que falten en éste último apartado todos los elogios del mundo. Los españolitos somos así. O ansí.