Vivimos un tiempo de pérdida de valores. Habremos avanzado lo indecible en materia tecnológica y científica. Pero en el rutilante camino del progreso que no cesa ni conoce fronteras nos hemos dejado la práctica de una serie de cualidades que daban sentido a la cotidiana convivencia. Una de ellas es la cortesía, una muestra de educación, atención y respeto que hace tiempo entró en fase de devaluación y sigue en caída libre. Ahora lo que priva en la actitud de muchas gentes y se practica con absoluta normalidad es todo lo contrario: ignorar por hábito lo cortés y entrar de lleno en el ámbito de las posiciones donde lo grosero es la nota predominante.
Podría citar múltiples ejemplos que abonan la realidad de la teoría expuesta. Para simplificar me referiré a uno en concreto. Una empresa mantiene relaciones cercanas, incluso de amistad sólida, con varias de ellas. Llegado un momento concreto les dirige vía telemática un escrito haciéndoles un planteamiento razonado de un tema de interés y solicitando la correspondiente respuesta. Las reacciones no se hacen esperar: unos responden adecuadamente y otros recurren al más grosero de los silencios. ¿Tanto cuesta quedar bien, agradeciendo la atención y declinando la propuesta? Este síntoma de descortesía manifiesta, de carencia de sensibilidad suele utilizarse con harta frecuencia y la verdad es que dice más bien poco, y por descontado que no bueno, de la firma en cuestión y de quienes manejan los hilos de la comunicación.
Si salimos del espacio empresarial y nos vamos al escenario de la calle los ejemplos de la descortesía no sólo son abundantes es que se aceptan como normales. El otro día una jovencita abrió la puerta del edificio donde vivo e hice lo que vengo haciendo desde que tengo uso de razón: cederle el paso. Me declinó la invitación esbozando una risita despreciativa y me quedé a cuadros. Luego, tranquilizado, caí en la cuenta: la cortesía cotiza muy a la baja en el tiempo que vivimos. Es el signo de un tiempo nuevo.