Decía el maestro César González Ruano, que si viviera en los tiempos que corren seguro que le habría dado más de un patatús, que la cortesía es alta condición pero que, ni aun queriendo, no todo el mundo puede y sabe ser cortés.
Desde muy joven traté de apuntarme al ejercicio de la cortesía, asignatura de la que he procurado no apearme hasta hoy. Y en la que supongo que habré tenido fallos clamorosos. No obstante intento persistir en ello. Porque la cortesía es sinónimo de respeto hacia uno mismo y los demás, de educación, de lo que antaño se conocía como buena crianza. Es una actitud, un modelo de relación que se va perdiendo de manera progresiva. No es que no se practica la cortesía como norma de conducta, no. Es que quienes son decididos partidarios de ejercitarla son objeto de asombro o chanza por gentes que quizás estén muy formadas en otras disciplinas pero desconocen unas reglas de urbanidad que en mi generación había que cumplir.
Algo tan simple y natural como cederle el asiento del metro a una señora, o abrirle la puerta del ascensor para que pase delante; tratar con la consideración debida a una persona mayor; darle los buenos días al vecino aunque no tengas ninguna relación con él; no hacer del tuteo un uso manifiestamente inadecuado o dar las gracias cuando te están prestando un servicio son pruebas de cortesía. Una asignatura en claro desuso y hasta si me apuran vista con extrañeza y nada valorada. Vamos avanzando. ¡ Viva la descortesía !