El histórico Casino Trump Plaza, de Atlantic City, ha sido demolido dejando un inmenso hueco en una ciudad que fue pionera del juego en Estados Unidos y foco de leyendas, argumentos de cine negro, tramas mafiosas y toda ésa aura deslumbrante y maldita que ha rodeado la estampa de los casinos en el séptimo arte.
El casino se caía a pedazos y no dejaba más alternativa que el derribo. La propiedad hace años que dejó de ser de Donald Trump que lo vendió a otro multimillonario. Lo que llama la atención, por lo paradójico del asunto, es que el casino haya sido objeto de implosión coincidiendo con la salida de la Casa Blanca del que fuera cuarenta y cinco presidente de los Estados Unidos.
La demolición del Trump Plaza guarda una cierta analogía con el proceso de demolición al que se vio sometido Trump en particular durante sus últimos meses de mandato. Los llamados medios progresistas a escala global emprendieron una feroz acometida en su contra, plagada de descalificaciones, insultos y mofas. Jamás se hizo nada igual para defenestrar a un presidente que, conviene no olvidarlo, recuperó para su país una bonanza económica extraordinaria que dio ocupación a millones de puestos de trabajo. Su postura ante la pandemia lastró su gestión y acto seguido se desencadenó una ofensiva sin precedentes contra su figura, con el asalto al Capitolio como traca final para culpabilizarlo.
Ni me gustaban sus formas, ni su tosquedad personal, ni su lenguaje, ni sus exabruptos. Pero le votaron más de 75 millones de ciudadanos. Y nunca se conoció una cacería tan brutal para cobrarse la pieza de un presidente.