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DESDE LA AVENIDA Juan Ferrer

De la indumentaria de los casinos a la estampa del Parlamento

16 de junio de 2016

El cine inmortalizó aquéllas estampas de los grandes casinos, convertidos en leyenda, que desprendían lujo y elegancia. Danzaban las bolas de las ruletas frente a los escotes pronunciados de las señoras que lucían sus modelos, y sus desnudeces, al tiempo que mostraban su pedrería refulgente. Y los caballeros rivalizaban por exhibir la mejor percha enfundada en el esmoquin de rigor. Los casinos eran los templos laicos donde se rendía culto al bien vestir, al porte señorial, a la indumentaria cuidada y la exaltación de un sentido de lo estético que invitaba a la ensoñación. Las imágenes de ésos casinos, que se vivieron en la realidad social de otra época y que en algunos casos se pretendieron mantener hasta no hace mucho, transmitían unas sensaciones capaces de alimentar mundos de fantasía.

No solo ha desaparecido la estampa de cine de aquéllos casinos, borrando no del celuloide pero sí del acontecer cotidiano de éstos locales cualquier atisbo del glamour perdido. Es que, además, se ha entrado de lleno en el despelote indumentario que no admite ni reglas ni normas de comportamiento en cuanto a la vestimenta se refiere. Y hasta la corbata, trasformada en seña de identidad para entrar en los casinos, ha sido desterrada dejando paso libre a las bermudas, que no son sinónimo de elegancia precisamente.
 
Pero nada de esto puede escandalizarnos. Si miramos al parlamento español, donde se sientan los padres de la patria, y bastantes madres, la fotografía que puede sacarse habla por sí sóla hasta que extremo hemos llegado en materia de degradación de la imagen personal. Porque las cortes más que un foro político se ha convertido en un concurso de disfraces. En el que se compite por ver quién lleva la camiseta más llamativa, con slogan incluido; los pantalones más deslucidos, que son sinónimo de modernidad; las zapatillas deportivas, de marca por descontado, que llamen la atención por aquello del contraste. El parlamento se ha trasformado en un escenario tomado al asalto por la vulgaridad, el mal gusto y la perversión de la estética personal en aras de un ejercicio de la libertad individual, que por descontado hay que respetar, que nada tiene que ver con la zafiedad en el vestir. Sobre todo cuando se desempeña una representación pública sometida a unas mínimas normas de decoro.
 
Supongo que me lloverán las críticas por atentar contra el uso que cada persona quiere hacer de su libertad. De acuerdo. Pero si en nuestra convivencia traspasamos las fronteras más elementales de una asignatura llamada urbanidad, que teóricamente debe regir nuestros ámbitos de convivencia, apaga y vámonos. Porque de ahí a la ley de la selva hay un paso. Corto si me apuran.