Han tenido que pasar cinco meses, cinco que se dice pronto, ciento cincuenta días de parón obligado, de empresas sumidas en sombras y deudas, de trabajadores empezando los lunes al sol, de no poder predecir nada sobre mañana o pasado mañana. Cinco meses de silencio e inactividad cuyo coste económico y profesional sólo conocen quienes lo han vivido y padecido para que Cataluña por fin, pueda darse un ligerísimo respiro después de haber sufrido una dura condena política, de claro rasgo ideológico, sin que se dieran fundamentos de peso para ello.
Igual no ha sido la ideología y la falta de tiempo del gobierno de la Generalitat es la causa principal que justifica tan dilatado período de cierre. Hay que tener en cuenta que Esquerra y Junts están un día sí y otro también enzarzados en sus estrategias soberanistas, en sus enfrentamientos con el estado, en calibrar quién de los dos es más independentista. Y luego estuvo el revuelo de las elecciones, los choques de egos, el quítate tú que me pongo yo y alimentar el fragor de las campañas. La verdad es que no se podía perder ni un minuto para dedicarlo al juego. Y por si algo faltaba estalló lo del rapero, tema trascendente, y el incendio de las calles, y los mossos corridos a adoquinazos, y los mandamases políticos declarando que la policía se pasaba de rosca. En fin, que el juego les quedaba lejísimos para ocuparse del asunto.
Por fin, ya era hora, Cataluña abre un poco la mano al juego. No es para tirar cohetes ni siquiera ensayar la sonrisa. Es más bien tiempo de plantear responsabilidades políticas y económicas ante una medida arbitraria e ideológica que exige la oportuna reparación al sector que injustamente ha pagado por ello.