El juego, y el bingo en particular, me deparó la oportunidad de hacer grandes amigos, tipos que no me fallaron y que los encontré cuando los busqué, circunstancia que no siempre se da. Uno de ellos ha sido Federico Carlos del Castillo Olivares Fontenla, principal creador y protagonista estelar del Bingo CANOE, con quién mantuve una relación personal intensa que se mantuvo por espacio de muchos años y se ha visto interrumpida en los últimos tiempos en los que recibo esporádicas noticias suyas por medio de terceras personas.
Carlos Castillo no sólo puso en marcha, levantó, cuidó y se ocupó del CANOE, es que hizo de la sala un motor de su existencia, un círculo sobre el que daba vueltas de manera permanente para elevar su grado de magnetismo, que lo tenía, y su capacidad para atraer y cuidar al cliente, que encontraba en el local distinción, calidad y temperatura humana. De ello se cuidaba con esmero inusitado siguiendo las indicaciones de su patrón Isidro, un jefe de sala para descubrirse.
Estabas en su despacho de CANOE poblado de recuerdos cinegéticos y el bingo centraba por entero la conversación. Y salían a relucir sus ideas de mejora del juego, sus proyectos de avance sus peleas por la cerrazón administrativa. Te ibas a cenar a Jockey, patata asada coronada de caviar iraní y gallina en pepitoria, y seguía dándole a la rueda que giraba sobre el mismo tema: el bingo y sus difíciles o esperanzadoras circunstancias. Y tomabas el último whisky en el salón del hotel Wellington y Carlos continuaba a lo suyo: diseccionando el funcionamiento de la sala, la tipología de los clientes, el trato que requerían en cada caso y situación.
Fue un empresario con agallas, temperamental, volcánico y luchador. Un tipo valiente que hizo de CANOE un templo del bingo internacional para el disfrute de un escenario, ambiente y servicios diferentes. Que sentaron cátedra y crearon escuela. Y al timón del barco un capitán como nunca hubo: Federico Carlos Castillo Olivares. Amigo del alma por siempre. Al que envío un abrazo literario.