Cada vez abro menos el buzón del correo de casa o de la oficina, Y apenas lo utilizo por la sencilla razón de que no llegan cartas. Hasta las comerciales o publicitarias van menguando y las del banco fueron suprimidas. Internet y los mensajes por móvil han acabado con la correspondencia epistolar convertida ya en práctica arcaica, en un recuerdo propio de quienes no acaban de adaptarse, por edad y mentalidad, a todo lo que conlleva el ciclón tecnológico y los nuevos hábitos de comunicación.
En otro tiempo escribir cartas era un ejercicio emocionante para muchas personas. Que volcaban en el papel sentimientos, anhelos y esperanzas cuando éstas tenían un carácter familiar, afectivo o de amistad. La pluma –ésas misivas se escribían siempre a mano –reflejaban estados de ánimo, mensajes de cariño, ilusiones que querían compartirse y promesas de amor eterno si de noviazgos se trataba. Y luego venía la incertidumbre ante la respuesta que en ocasiones se demoraba más de lo deseado junto a la inmensa alegría que representaba abrir el buzón y encontrar aquél sobre que anticipaba noticias de seres queridos.
Los escritores de otro tiempo hicieron del género epistolar, entre ellos o con gentes afines, todo un tratado literario de extraordinaria fuerza narrativa en la que se plasmaban vivencias, reflexiones y experiencias con una riqueza de lenguaje y pensamiento dignos de ser conservados, como así ha sucedido en muchos casos, en prueba de homenaje a su magisterio.
En aquéllas cartas que aludo procurábamos volcar en unas frases todo un cúmulo de emociones, inquietudes y promesas. Dejábamos en el papel suspiros del alma. De ahí hemos pasado a los mensajes telegráficos, al ahorro de palabras, a las frases entrecortdas. Las cartas, las viejas cartas, se quederon entre el polvo del camino.