Aunque retirado, al menos por ahora, mi amigo Carlos Vazquez Loureda es uno de los grandes del bingo a escala internacional. Un tipo con vista de lince, mente despierta y alerta y cintura flexible para esquivar golpes, pues más de uno y de dos le han intentado propinar. A Carlos el negocio del bingo en España se le quedó pequeño cuando el sector comenzó a enredarse por la puñalada de la fiscalidad desorbitada y el freno de mano puesto a cualquier intento de innovación. Fue la época en la que se barruntaba el desplome de muchas salas y la caída de público e ingresos por la tozuda rigidez administrativa y la parálisis de la oferta.
Carlos fue, junto a Carlos Castillo, Pepe Ballesteros, Emilio Rodríguez y un reducido número de empresarios de la primera hora, una pieza clave en la puesta en marcha del asociacionismo del bingo. Y a los que les costó trabajo y dinero sacado de sus bolsillos la aventura. Pelearon a fondo para conseguir mejoras y cosecharon algunos logros.
Loureda dijo adiós a España y partió rumbo a Argentina. Y allí formó parte de la embajada española que llevó ésta modalidad de juego al país, entre quienes estaban Pepe Marqués, Pedro Corbalán, Jaime Molina y el empuje de los hermanos Joaquín y Jesús Franco.
Carlos levantó un imperio del bingo en poblaciones próximas a Buenos Aires capital federal. Conocía la modalidad del juego a fondo, pensaba en el público y sus preferencias, cuidaba al personal y sus detalles y creó unos establecimientos duales, bingo y salones de juegos, que eran locales modélicos donde los clientes , que los frecuentaban en aluvión, se sentían comodamente instalados en medio de una oferta de entretenimiento múltiple, que contaba con un aliciente para todas las preferencias y tenía el añadido de una gastronomía para descubrirse.