Dicen que cuando los pueblos viven situaciones de gravedad extrema suele aflorar lo peor de la condición humana. Blanco y negro sobre el tapete de la vida. Mi tierra está siendo escenario de una tragedia de proporciones inmensas protagonizadas por buenos y malos. Afortunadamente los primeros van ganando por goleada frente a un puñado de miserables que se vienen aprovechando de la desgracia generalizada para cometer tropelías que no admiten calificativo.
La respuesta solidaría de las gentes de aquí y de fuera está resultando impresionante. Miles y miles de personas, y entre ellas numerosos chavales, marchando en peregrinación para llevar un soplo de esperanza allí donde se ha perdido, donde nada queda, donde únicamente hay muerte y desolación. Conmueve contemplar ésas riadas humanas cargadas de bolsas y utensilios para tratar de ayudar en lo que se pueda, para contagiar un soplo de coraje a los que las fuerzas les fallan, a los que están desbordados por el infortunio, a los invadidos por el agua y el llanto.
Admirable lección de sensibilidad social y calor humano la dada por el pueblo al percatarse de los efectos devastadores de la riada. Ha sido la suya una clase magistral de entereza y generosidad para acudir en socorro, nunca mejor expresado, de quienes desesperadamente lo demandan.
Este gesto altruista de la gente de a pie choca con la laxitud y carencia de vigor de una clase política que se ha fotografiado ella sola y cuya actuación suponemos que les pasará factura.
Luego está la crónica negra. La protagonizada por los mal nacidos y miserables que han hecho de la devastación campo de rapiña. Los que mostrando el lado más infame de la existencia se han dedicado a expoliar allí donde casi nada había, allí donde anidaba la más atroz de las ruinas. El rostro infame, canallesco y más ruin de la vida. Que Dios se lo tenga en cuenta. Y las leyes también.