Al nuevo año 2024 hay que darle la bienvenida. Y pedirle que se porte un poco mejor que en 2023 que no es exigir demasiado. Si hacemos inventario del pasado ejercicio el balance es, en materia legislativa para el juego, decepcionante. Y si nos ponemos bordes habría que decir que propicio para el cabreo general, para el desfogue de una ira empresarial que ha ido creciendo en la medida en la que el sector iba siendo blanco propicio de unas decisiones administrativas tan desmesuradas como carentes de rigor. Huérfanas del menor signo de objetividad.
No conviene perder la esperanza. Hay que confiar en que 2024 sea el año de la sensatez para los gobiernos autonómicos en lo tocante al juego. Que abandonen los extremismos, que dejen de caer en la tentación del yo más y se centren en el enfoque de los asuntos sectoriales con predisposición objetiva y sin influencias apriorísticas. Que traten a la industria con la normalidad requerida desprovista de prejuicios.
El pasado año el juego en su conjunto dio un ejemplo más que elocuente de su responsabilidad como colectivo. De su afán por acentuar la trasparencia de sus actuaciones. De su voluntad por hacer de la seguridad, en la mayor amplitud del término, una regla de oro en la marcha de sus negocios. Y parece lógico esperar que ésa postura, apoyada por la inmensa mayoría del empresariado, encuentre la respuesta adecuada por parte de unas administraciones que, en no pocos casos, están llamadas a dar un golpe de timón respecto al juego. Mostrándose más receptivas, menos intransigentes y más flexibles ante un sector que viene dando pruebas más que sobradas de madurez y seriedad en el desarrollo y funcionamiento de sus negocios. Bienvenido 2024. Si al menos se cumplen algunas de las aspiraciones contenidas en el presente comentario. Que así sea.