Aseguran que hay un treinta por ciento de bares afectados por la dana que siguen cerrados. Cuando han transcurrido tres meses desde que se produjo la catástrofe lo preocupante no es éso. Lo que encoge el ánimo es que, de acuerdo con los criterios de quienes están evaluando la situación y sus repercusiones, es que muchos de ellos no volverán a la actividad. Mantendrán sus puertas cerradas y dirán adiós a unos negocios, la mayoría de condición modesta y de índole familiar, que se ven incapaces de afrontar las inversiones exigidas para retornar a la normalidad.
Hablamos sin pecar de dramatismos y ateniéndonos a un cuadro real que lo dice todo de un panorama cruel, que está a punto de dejar en la calle y en la más absoluta indigencia, a un puñado de familias que habían h echo del bar su medio de vida, su recurso para subsistir. Y pagando para ello un alto precio: la de verse en la obligación de ejercer el trabajo en jornadas realmente maratonianas de las que participaban, en la mayoría de los casos, todos los miembros de la familia, contando con carácter excepcional con el concurso de unos pocos empleados.
Los gobiernos central y autonómico piense que están en la inexcusable obligación de atender de manera urgente todas las ayudas precisas para remediar los daños ocasionados por la catástrofe. Acelerando los trámites y agilizando las respuestas que no admiten demora. Hay que ir más allá de las promesas y traducir las palabras en hechos concretos. Y en ése plan de asistencia económica a los damnificados deben tener su espacio de atención los establecimientos de una hostelería fundamental para la vida de pueblos y ciudades como son los bares. Esos locales que tanto contribuyen al fomento de las relaciones sociales y al acercamiento entre personas. Esos bares de carácter íntimo y familiar que forman parte de nuestras vivencias en muchos casos y que hoy, ahora mismo, reclaman una llamada de socorro antes de hundirse para siempre en el fango del que no podrán salir. En manos de los que mandan está su destino.