De vez en cuando se airea la noticia del cierre de una sala de bingo. Y hay otros casos, que suelen ser los más, en que la clausura del establecimiento se produce sin que salte a la luz pública la noticia. Lo que en la práctica no suele producirse es la apertura de nuevos locales. Si hay algún acontecimiento de ésta índole suele darse con carácter de excepcionalidad.
Los números cantan y la desnuda realidad da cuenta que en los últimos diez años, por no remontarnos más atrás, los bingos han ido cayendo en una especie de cascada de fichas de dominó que deja la estampa de un sector muy disminuido en el orden empresarial y laboral. Y al que el Covid-19 le agravó más todavía la situación ya de por sí muy complicada obligándole a la clausura de más salas.
La tendencia del bingo, que marca hacia la baja de manera insistente y tozuda desde hace un montón de años, no se modificará en tanto las normativas que lo regulan no se despojen de sus férreas cadenas, de su intervencionismo asfixiante, de su escaso sentido de la evolución. Es preciso darle un barniz de futuro a reglamentos que, en lo sustancial, no han sufrido cambios notables. Se impone un cierto sentido liberalizador para un bingo de oferta renovada y múltiple que sólo subsistirá mediante una inyección de rejuvenecimiento. Hay que abrir las ventanas para que entre el aire fresco. Lo contrario significa asfixiar inexorablemente la actividad. Y si no, al tiempo.