El otro día estuve en la apertura del Bingo AZAHAR en Valencia. Hacía un puñado de años que no asistía a un acto de esta naturaleza. Y no lo hacía por la sencilla razón de que no se abren nuevas salas en España. La noticia está en el otro lado: lo que se registra de manera habitual, y dolorosa por lo que comporta, es el cierre de bingos, que se viene sucediendo de un largo tiempo a éste parte con alarmante persistencia.
Viví en todo su esplendor la edad dorada del bingo. Las inauguraciones se sucedían a un ritmo vertiginoso en todos los puntos del país. Y existía un fuerte espíritu competitivo para ver quién ofrecía unas instalaciones más espectaculares, más confortables y con mejores medios y servicios. De ese afán por superar al que estaba más cerca y por deslumbrar y atraer al público surgieron verdaderas maravillas que sirvieron para elevar la calidad del bingo en cuento se refiere a decoración, mobiliario y tecnología. Hubo en la época que cito una auténtica eclosión del sector.
De aquélla etapa a la actual basta citar un dato: apenas se abren bingos porque acometer un proyecto de ésta naturaleza es casi una heroicidad empresarial. La inversión por necesidad es alta, por mucho que se intenten ajustar los números, y la previsión de ventas no se anticipa para echar cohetes, de ahí que sean poquísimos los que se atrevan a interpretar el papel de héroes.
Sin embargo todavía quedan apasionados por el tema. Que viven y sienten el bingo. Y por ello me alegró infinito reencontrarme con Julián Pérez, el perfecto anfitrión de la noche, los hermanos Serneguet, Juan Carlos Arnau y Pepe Moreno en la inauguración del Bingo AZAHAR. Volvíamos, por un instante, a la búsqueda del tiempo perdido.