Tengo que hacer el obligado paréntesis del verano. Y tomar unos días de descanso. Más que para mí para los sufridos lectores, si es que los tengo, que soportan mis coñazos cotidianos. Ellos conviene que descansen y yo que pare de dar la lata. Viene bien hacer un alto en el camino, reflexionar, tomar el baño, leer e ir cogiendo ideas e imaginar proyectos de cara al ciclo otoñal. En las jornadas de asueto, entre ración de sol, comilona y siesta, a la imaginación no hay que ponerle barreras, hay que dejarla que vuele libre y sin ataduras porque ése vuelo nos permitirá hacer planes, barajar ideas y soñar. Soñar es el ejercicio más barato del mundo, el que nos ayuda a construir castillos en el aire, mezclar la realidad con la fantasía y adentrarnos en universos enigmáticos que no acertamos a descifrar.
A mi siempre me gustó jugar a soñar. Pero al margen de los sueños propios de la almohada. Partiendo del simple ejercicio de la mente que es capaz de dibujar misiones protagonizadas por uno mismo, acercamientos a personas que tienes lejos y que jamás alcanzarás, autorías de hechos o conquistas imposibles que un día se alimentaron con la luz de una ilusión rápidamente desvanecida. Son sueños que han durado poco o mucho en la imaginación propia, eso depende de la fuerza de ésas presuntas vivencias dibujadas por la fantasía, pero que nos han hecho vivir una irrealidad tan tentadora y quizás secretamente anhelada como carente de sostenibilidad.